El arte balear en los tiempos de Covid (II): la autocensura como freno para la práctica del arte
El minimalismo como sucedáneo de una actitud de acomodo y dejación de funciones
Hoy vemos lienzos con colores que se difuminan, luces sin mensaje alguno, formas tenues que no quieren molestar...
El arte balear en tiempos de Covid (I): los artistas como meros ‘homeless’ del erario público
Comentábamos en la primera parte de esta reflexión por capítulos que el erial en que se ha convertido el arte en las islas desde hace un par de años (como mínimo), además de recoger la mala situación general que la pandemia nos ha traído, se debía en gran medida a la obligada corrección ideológica que parecen tener que demostrar los trabajos a presentar públicamente por los artistas y comisarios, puesto que en la actualidad no sólo se penaliza lo divergente si puede constituir una amenaza, aunque sea vaga, al discurso oficial, sino que, de manera añadida y abusiva, también se demoniza el negativo de esta opción, es decir, el no abundar dentro de lo políticamente correcto en los temas que están sobre la mesa en el momento presente, lo cual convierte al artista en un mero soldado adscrito a las huestes de lo convencional y convenido.
El tema da para más de una reflexión, puesto que, de entrada, no existe un órgano censor que seleccione las propuestas, al menos reconocido de manera formal, y eso es porque no se hace necesaria su intervención dado que lo que caracteriza la acción actual es la autocensura.
Hace poco asistí a la presentación en Sevilla del último libro de Xavier Pericay, “Las edades del periodismo”, y en el acto se entabló entre los dos presentadores, el historiador Ángel Duarte y el escritor y periodista Carlos Mármol, junto con el propio autor, un interesantísimo debate en torno, precisamente, a este tema. Como se sabe, una sociedad es considerada democrática, entre otras cosas, si goza de un periodismo independiente del poder político (también si el poder judicial lo es, etcétera, claro) y crítico con él, de manera que se pueda ejercer un sano contrapeso a cualquier posible abuso del mando ejecutivo.
La censura de prensa es síntoma inequívoco de tiranía o dictadura. Pero lo que recuerdo que surgió en aquel debate fue el caso que se detecta actualmente con bastante frecuencia, que no es otro que el de la autocensura. De la censura real que vivimos en este país sobre todo en las dos primeras décadas de dictadura tras la Guerra Civil, se ha pasado, a medida que han aumentado las tensiones que derivan de un bulling generalizado contra quien no se la aplica, a una situación en la que aquella ya no es necesaria porque el censor es portado dentro por cada uno.
Lo público se ha convertido en el territorio de la mediocridad y de la genuflexión a los intereses de las grandes corporaciones (en el debate se hablaba de los medios de comunicación masiva, los llamados mass media) y de los grandes grupos de poder generalista (ese entramado en el que la política se entremezcla con la economía), donde el dinero es el arma que vence y convence.
En caso de incurrir en herejía respecto a los intereses de esos grupos, la consecuencia inmediata se traducía en una rápida asfixia económica que terminaba con la muerte final del medio, se comentaba en el debate. Eso se ha llevado en los últimos tiempos al terreno del pensamiento, después de ser ensayado, como comentamos, en el de la mera manifestación pública. Pensar sin autocensura es un acto de tremenda osadía, castigado con la llamada muerte civil, antesala ineludible de la otra.
Así las cosas, en el panorama del arte de las islas puede vislumbrarse claramente este fenómeno. Hay dos tipos de programas expositivos, que se muestran en toda su evidencia. Por una parte, la renqueante programación pública institucional, que a cuentas de excusas presupuestarias por la situación de emergencia (hay que pagar los gastos sanitarios originados por la pandemia, contratación de profesionales suplementarios y compra de viales para toda la población), ha devenido en una mínima expresión, y se desarrolla, como también ya apuntábamos en el primer capítulo, en torno de los asuntos consabidos que vendrían a establecer la “nueva normalidad” ideológica, a cuentas, en nuestro caso, del cliché de un progresismo alentado por los grandes grupos de creación de opinión.
Es la constatación de la realidad entre nosotros de la teoría de las ventanas de Overton, según la cual se van deslizando de manera gradual los nuevos planteamientos según una cadencia precisa que consigue normalizar lo que en un principio hubiese sido francamente rechazado por la mayoría —que en el proceso ha cambiado—.
Los ejemplos son múltiples, y se centran, en general, en la consagración de lo que defiende una determinada minoría como algo prioritario para la mayoría. Claro, eso ocurre sólo con las minorías que han sido asimiladas en la ventana de Overton actual. Y así, en silencio, la mayoría es transformada y conducida al nuevo estado previamente determinado.
Los ejemplos en la programación institucional del arte en las islas son abundantes, pues se ha llegado a tal punto que podría decirse que no hay proyecto expositivo en estos momentos, y desde hace un tiempo, que sea inocente respecto a este fenómeno. Y si el dinero público lleva esta marca, la consecuencia directa es que el artista, el comisario de turno, se autocensurará en cuanto una idea incómoda se le deslice en su interior, todo ello en aras de su propia subsistencia. O lo que casi es lo mismo: su espacio de expresión habrá sido ocupado por el conjunto de consignas aprobadas por la nueva mayoría, y el político de turno, que lo es por cumplir lo que marca la ventana de Overton a rajatabla, ejercerá desde bambalinas el rol que antes desempeñaba el encanecido protagonista artístico.
Pero esto lo desarrollaremos en una próxima entrega, con algún ejemplo reciente local. Continuando con la clasificación anterior, la otra línea de programación artística es la que se despliega, con esfuerzo y estrecheces, en el ámbito de las galerías privadas. Aquí, dada la situación relatada a nivel institucional, y ante la amenaza que ello supone en caso de alentar una disidencia, se da un curioso fenómeno de nihilismo.
Si uno se pasea por estos espacios en la ciudad de Palma, por ejemplo, encontrará que una gran parte ha abrazado el minimalismo y la abstracción formal no conceptual. Lienzos y superficies con colores que se difuminan, luces que se emiten sin mensaje alguno, formas tenues que no quieren molestar, figuras naïf que parece que acaban de ser elaboradas en un parvulario…en fin, una suerte de nueva versión del art decó, manifestaciones de absoluta amabilidad que muchas veces se venden como paquete junto a muebles y otros enseres hogareños.
Alguien podría llamar a esta actitud, respecto a lo señalado anteriormente como estrategia ideológica de fondo en lo institucional, como “colaboracionista”. Recogiendo el tema del debate respecto a la prensa y su labor crítica, tal vez podría constatarse que, entre autocensura y presión silenciosa, la democracia, en el mundo del arte local, no está en su mejor momento (continuará).